Por Jesús Vargas
Encontré a mi abuela rodeada por paramédicos que, en vano, intentaban resucitarla.
Esa mañana estuvo radiante, parecía aliviada de todas sus dolencias. Así empezó ese día, por demás extraño.
¬-No estoy guapa para saludar al Señor- Se disculpó por no acompañarnos al servicio religioso, y era verdad, llevaba semanas en cama, desaliñada y chucatosa.
Sucedió el domingo de ramos. Yo estaba de visita en Guaymas aprovechando las vacaciones de semana santa y mi madre me ocupaba de chofer. La dejé en el templo, yo tenía en mente, el ir a observar gringas pechugonas, en las playas de San Carlos, sin embargo, inconscientemente me vi de nuevo en la casa de la abuela. Trato de hacer memoria, pero no recuerdo como realicé ese trayecto.
Me percaté, al retirarse la ambulancia, de que ella tenía puesto el vestido que usaba para ir a las fiestas. Estaba peinada con dos largas trenzas y su palidez de muerte se ocultaba bajo capas de rubor.
Llamamos para dar aviso a los familiares y, al menos dos de cada tres juraban haberla visto el día anterior, o que habían hablado con ella por teléfono esa misma mañana. Lo cual resultaba imposible de creer.
Por la noche, en el velatorio, la sala de la funeraria fue insuficiente para todos los deudos y para aquellos que vinieron a ofrecernos el pésame.
Una mujer me miraba con insistencia, desde el pasillo que separaba la sala de la abuela de aquella donde se velaba a otro difunto. Hice caso omiso, sin embargo, en tres ocasiones más, me percaté de que acompañada por deudos del otro muerto, me veían tras el ventanal y murmuraban con cierto asombro. Supuse que me confundían con otra persona.
A la media noche, un poco por curiosidad y otro poco a causa del ambiente enrarecido salí al pasillo para respirar aire fresco. El nombre y apellidos de quien ocupaba el ataúd de enfrente me resultaron totalmente desconocidos.
Me serví café y tomé asiento en uno de los sillones comunes de la agencia funeraria y, casi en el mismo momento, se acercó a mí la mujer de la ventana.
-¿A quién están velando?, ¿Cómo te llamas? ¿Eres casado?- Fueron las preguntas clave que me hizo, antes de revelarme las razones de la incomodidad a que me tenía sometido.
No había confusión, resulté “igualito” a su cuñado “hasta en la voz y la mirada”. Sólo que el tal cuñado había muerto nueve años atrás, dejando a su viuda con dos hijos “hermosísimos”.
-Me encantaría que pudieras conocerlos- Dijo. Por obvias razones emprendí la huida, con la excusa de que mi madre me necesitaba adentro.
Más tarde, fui a casa de mi nana para darme una ducha. Regresé a la agencia funeraria después de la media noche.
Poco antes del sepelio, nuevamente la mujer quien, luego supe, se llama Florencia, toca mi hombro. -¡Julián, buen día! Mira, te presento a Sofía, mi hermana… anoche te hablé de ella.
Volteo y tiendo la mano, ella se estremece, me mira asombrada, resbalan lágrimas por sus mejillas y se va huyendo, antes de que pueda decirle algo.
-No te preocupes, te dije que eres igualito a mi cuñado… por eso reaccionó así.
-Lo lamento- Respondí, con cortesía dije adiós, pues ya estaba todo dispuesto para el cortejo fúnebre de mi nana, además, Florencia no me inspiraba confianza ni simpatía.
He de confesar que lloré como un niño durante el último oficio religioso, aún cuando soy oficialmente ateo. La abuela me había enseñado el catecismo. Recordarla es evocar sus mimos y grandilocuentes expresiones de cariño. De niño pasaba con ella los fines de semana, en esa casa llena de flores y con vista al mar en Guaymas… era feliz.
Poco antes de regresar a Hermosillo me entregaron una carta de mi nana, hallada en su secreter:
Juliancito:
Te ruego dejes de fumar,
Ten hijos con una buena mujer
Y no te olvides de Dios.
Siempre estaré a tu lado.
Creo que presintió su muerte. Escribió, también, a los otros cinco nietos cartas semejantes.
Un primo, al despedirme, me informó que había dado mi número telefónico a la “amiga” con quien conversaba en la funeraria. Me molestó la indiscreción, pero no le concedí mayor importancia al incidente.
En el trayecto vino a mi mente el rostro de Sofía, en medio de su expresión triste había algo que me resultaba familiar…
Volví a la actividad docente en la Universidad, todo fue normal durante tres meses, hasta que una noche encontré el primer mensaje en la contestadora:
-Hola Julián, habla Florencia, perdona que te llame pero quería saludarte. Pronto estaré en Hermosillo, no conozco a nadie allá, ojalá pueda verte. No alcancé a decirte que no vivimos en Guaymas, sino en Arivechi. Te voy a llevar fotografías de mis sobrinos.
¡Y dale con los sobrinos! Me resultaba perverso imaginar el que Florencia fraguara un plan para reponerles al padre sólo por mi parecido. Jamás respondí, aun cuando tenía su número gracias al identificador de llamadas.
A pesar de mi indiferencia, seguí encontrando las grabaciones con sus saludos y la explicación con algún motivo por el que posponía su viaje a esta ciudad y su insistencia en citar a los niños.
Así pasaron otros tres meses. Ahora su voz sonaba marchita y en sus mensajes decía estar muy enferma.
Una noche entré a casa apresurado por el sonido del teléfono, descolgué, era ella, me pidió como favor a una mujer desahuciada, que fuera a visitarla. Le concedí el beneficio de la duda, más no me comprometí a cumplir su deseo. Continuaron las grabaciones con por favor, te ruego, sólo concédeme una tarde de charla; añadiendo su domicilio y señas para encontrarlo.
Sin motivos razonables de mi parte y más como un impulso morboso, tomé camino hacia el pueblo un sábado al amanecer. Fue el primero de noviembre.
Después de Mazatán, las tripas empezaron a reclamarme alimento, así, en un lugar llamado Rebeico detuve la marcha para atascarme dos tacos de machaca, tres de carne con chile y una soda, ni modo, el deseo es más fuerte que cualquier propósito de dieta balanceada. Más adelante, me detuve a tomar fotografías sobre el puente del río que alimenta la planta Termoeléctrica. El desierto había desaparecido y, cual piloto de Fórmula 1, sobre mi poderoso tsurito, enfrenté las curvas y barrancos de la sierra. Luego de cinco horas y de cruzar Bacanora y Sahuaripa, divisé las famosas torres de Santa Rosalía, la parroquia del pueblo. Al fin en Arivechi.
Detuve el auto en el número 23 de la calle Álamo, confirmé la dirección que Florencia me había dado.
Estaba justo frente al destino. La casa pintada de blanco; el gran portón de madera enmarcado por un arco de piedra labrada, lucía en la parte alta un moño luctuoso, ya deshilado por el paso del tiempo.
Hice sonar el aldabón y luego de un par de minutos abrió una anciana de cabello totalmente blanco, vestido negro y la espalda encorvada.
-¡Buena tarde muchacho!, ¿Qué lo trae por aquí?- Respondí el saludo y pregunté si estaba Florencia, dije ser un amigo de Hermosillo y que ella estaría enterada de mi arribo.
-Florencia soy yo para servir a usted y a Dios, pero no lo conozco a usted y soy la única mujer de la casa-. Palidecí y escurrieron por mi frente varias gotas de sudor en esa fría tarde. La señora debió pensar que estaba enfermo y me invitó a pasar, para convidarme agua y tomar asiento. Doña Florencia me indicó un sillón en lo que parecía la estancia.
-Ya vuelvo, está usted en su casa- Todos los muebles de la habitación estaban finamente labrados en madera, así como el marco de la fotografía que presidía el lugar: La foto de bodas en blanco y negro de Doña Florencia. En una esquina, un pequeño altar con velas, pan, aguardiente y otros alimentos. Recordé que era la víspera de todos los santos.
Me acerqué porque me causó curiosidad el hecho de que todavía se conservara esta tradición, que es más del centro del país, en algunas casas de Sonora. En una esquina de la mesa, había un manojo de fotografías que, seguramente, se pondrían en la ofrenda-altar.
En ese momento, ya estaba convencido de que la mujer del funeral y del teléfono, me había tomado el pelo. No tenía más opción que disfrutar del viaje, esperar el día siguiente, tomar fotografías del templo y el kiosco (serían buen material para la demostración de estilos en mi clase de Estética) y, luego, si contaba con tiempo, darme un chapuzón en las aguas termales del lugar.
¡Es ella! Grité sorprendido y asustado al ver, en la primera fotografía, el rostro de Florencia.
-¿Ella, quién?- Dijo con curiosidad al entrar con una jarra de limonada y dos vasos. Le mostré el retrato y apuré la bebida.
-Ella es mi hija mayor, murió hace ocho meses, en semana santa… ¡Ay muchacho! No me diga que conoció a mi Florencia…
Quedó tan atónita e incrédula, como yo lo estaba, al escuchar mi parte de la historia.
Pregunté por Sofía y me mostró otra fotografía del mismo manojo. Ahí estaba, sin el rostro demacrado y sin la tristeza. Sofía era una mujer madura realmente bella, junto al esposo, más corpulento, más alto y con barba más cerrada que yo, no nos parecíamos tanto como supuse, de no ser por la nariz aguileña y el párpado caído. A un costado de ambos, un niño sonriente de unos trece años. La imagen estaba mutilada, faltaba alguien.
-Recorté a mi nieta; Esta foto la uso desde hace nueve años para el altar de muertos. Mi niña, que entonces iba a cumplir sus quince, fue la única que sobrevivió al accidente.
¡No era posible! ¿Había estado con dos mujeres muertas? Se me nubló la vista y creo que me desplomé. No supe como fui a parar a una recámara. Desperté sin noción del tiempo, en ropa interior y en un espacio totalmente desconocido. ¿Estaba en la Comala de Rulfo, en un sueño de opio o enloquecí?
No fue todo, en la recámara, sobre el buró estaba otra fotografía donde me reconocí, rodeado por un grupo de alumnos de hace cuatro o cinco años, cuando usaba el cabello largo atado con una liga, y barba.
¿Qué demonios hacía esta fotografía ahí? ¿Qué sucede, dónde estoy?
Arivechi era el lugar, Doña Florencia se encargó de recordármelo, al entrar con una taza de té.
- Esto lo reanimará joven. Lo espero en el comedor, mi nieta llegó de Hermosillo también, allá trabaja. Es costumbre de las dos, llevar flores a nuestros muertos cada dos de noviembre. Acompáñenos a cenar y, mañana, al cementerio.
Le pedí la explicación acerca de la fotografía del buró.
-Mire joven, ésta es mi nieta Sofía, se llama como su mamá, está con sus compañeros de generación y el greñudo ese, uno de los profesores.
Le sonreí y prometí estar con ellas en diez minutos.
Arivechi, “Lugar de la calavera”, según el significado de la palabra, lugar donde se cuentan leyendas de todo tipo: El niño del kiosco, los amantes ahogados, la niña de la casa abandonada, la beata del templo, mis dos muertas… Arivechi, donde cualquier cosa puede pasar.
Reconocí entre los chicos, el rostro de Sofía, mi estudiante más destacada, más triste y más bella.
Estaba tentado a reconocer en todo esto una voluntad divina, un destino marcado para mí, del cual, mi abuela y las visiones fantasmales habían sido artífices o, al menos, vehículos.
Pensé en la manera de explicar a Sofía esto que no tenía explicación para mí. Ahora sería una hermosa mujer de veinticuatro años.
Me sumergí en la almohada y en un profundo sueño. No podía mover un solo músculo, de modo que, involuntariamente desairé la invitación a cenar.
En mi sueño realicé el deseo reprimido de besar el rostro del que hoy sabía la razón de su tristeza, me vi correspondido plenamente, al grado de abandonar la sagrada soltería; hasta me viví frente al retrato de mi abuela, en la casa de Guaymas, presentándole a mi esposa Sofía y a mis dos hijos, añadiendo que sólo me faltaba dejar de fumar.
El idílico sueño se interrumpió a causa de una intensa luz que inundó todo el espacio, nada se podía ver de tan brillante y potente. Parpadeé y allá, en el fondo de ese túnel de luz, vislumbré el retrato de mi nana, quien me decía, con exagerada emoción y lágrimas: “¡Hijito! ¡Volviste!” y gritó para que todos se acercaran a verme. La situación me provocó una sonrisa, pues la fantasía onírica me recordó la escena de “Vuelven los García”, donde la abuela, después de muerta, regaña a los nietos desde su propio retrato.
…
Así tal como te lo cuento, me lo dijo. Y así sucedió al momento que abrí la ventana del cuarto del hospital: ¡Mi nieto salió del coma ese día de muertos!
Ya hacían ocho meses desde su accidente. Todo por no quedarse a misa con su mamá. El turista borracho que lo embistió, murió al instante. En su mente yo había muerto, cuando era él quien se acercó a la muerte.
Bueno, gracias por el café comadrita, voy a esperar a Sofía, la enfermera que contratamos para cuidar a Juliancito. ¿La recuerdas? Nos hicimos grandes amigas. En esos meses fue como otra madre al cuidado de él. Pasaba todas las noches contándole a mi nieto su vida y obra, le leía libros y hasta le narraba las historias de su pueblo…
La terca insistía en que Juliancito sí escuchaba y sí entendía. Hoy la invité a cenar.
-¡Ándale, verás, sencilla! Me cambias por otra.-
No comadrita, lo que pasa, es que Juliancito vino a visitarme también, y es plan con maña. Tú la conociste y no negarás que es una buena muchacha, y muy guapa. Mi nieto ya casi está recuperado, de nuevo da clases en la universidad y no le haría mal sentar cabeza… y dejar de fumar.
Por cierto comadre, déjame abrazarte, también debo agradecerte por los días en que nos ayudaste a cuidarlo, gracias Florencia.