lunes, 9 de noviembre de 2009

¿A quién le importa?

Por Jesús Vargas

A gatas, entre un mundo de piernas, Rubén se abalanza, trapo en mano, sobre cada zapato que encuentra a su paso. Con horror y desprecio, los viajantes retiran el pie. La sorpresiva tarea de intentar sacudir el polvo del calzado es recompensada con uno o dos pesos en cada vagón del Metro y, a veces, con algún dulce, bolsa de frituras o un emparedado.

Rubén vive a diez calles de la terminal Pantitlán, bajo un techo de asbesto y con una madre que cada noche lo recibe con el ceño fruncido y la pregunta: ¿Cuánto traes?

Thalía sale del agujero al medio día, va a comprar una paleta helada, Magnum cubierta de chocolate, con el dinero robado al más drogado por el efecto del “activo”, en una coladera del drenaje. Harapienta y paleta en mano se detiene frente al aparador con televisores encendidos: Una señora dice en la tele que los niños de la montaña podrán llegar más rápido a la escuela con las bicicletas que les regalaron y afirma que todo lo que dicen de ella son calumnias; el señor bigotón al que le preguntaron algo contestó “¿Y yo por qué?”; otro más promete que se hará la ley para que todos los ciudadanos puedan tener armas, defender sus propiedades y guardar su integridad física por sí mismos. Thalía detiene su partida al escuchar la palabra “bebesaurios”... Al darse cuenta de que los rostros en pantalla no correspondían con los animalotes que supuso vería, la Tali (así la llaman en el hoyo) vuelve a su mundo con el último mordisco a su paleta. Aborda el tren subterráneo en la estación Balderas.

—A quién le importa lo que yo haga, a quién le importa lo que yo diga...—. Canta desafinada en el pasillo de un vagón, en espera de una moneda.

—¡Ay pendeja!—. Le grita el niño a quien ha pisado una mano. Rubén y Thalía se habían encontrado en varias ocasiones, pero nunca cruzaron palabra. Ahora se miran desafiantes, pero ella, como si nada, continúa su canto.

En la estación Chapultepec, horas más tarde, vuelven a coincidir en el andén. Ella le sonríe. En son de paz y como invitación a compartir:

—Mira, una señora me regaló esta torta y un refresco—.

Rubén le propone salir al Bosque de Chapultepec; en el camino se detienen para observar a los mimos y a la serpiente con que el merolico anuncia una “cura milagrosa contra el cáncer”. Al descuidarse el vendedor de un puesto de disfraces; ella roba un par de calabazas de plástico con que los niños piden monedas o dulces en esta temporada, más adelante, encuentran grupos familiares que marcan territorios con cintas y globos de colores, se dirigen hacia los más atractivos y grandes, que tienen grabado el mensaje: IV años de Gaby.

Desde la barrera, sonríen con los malabares del payaso que se tropieza, crea con globos maravillosas figuras y organiza porras para la festejada. Una mujer se les acerca con una mueca que parece sonrisa y dos rebanadas de pastel, los conmina, amablemente, a que se “vayan a comer allá” por el lago artificial. Los niños agradecen la generosidad de la señora y se marchan encantados a degustar sus manjares frente a los patos.

Thalía propone, luego de la comilona, ir al Museo Nacional de Antropología para pedirles limosna a los “gringos”, o una cuota por las fotografías que les tomen.

Cae la noche, ahora esperan la salida del concierto en el Auditorio Nacional para completar el dinero del día, pidiendo su “calaverita”. Con las nuevas dádivas llenan los bolsillos y las calabazas de plástico. Al terminar la colecta, deciden comprar, en un puesto móvil, hamburguesas y refrescos, sin percatarse de que la última corrida del Metro ha pasado.

Sin poder regresar a casa y al agujero, respectivamente, Rubén y Thalía deciden con la luna y la panza llenas, pasar la noche junto a una jardinera en la acera de la avenida Paseo de la Reforma.

Con motivo del Día de Muertos las jardineras despiden el aroma de las flores amarillas que recuerdan los cementerios.

Dos adolescentes se preparan para asistir a la fiesta de Halloween en el Hard Rock Café, luego de que el padre de ambos les preguntara, como cada viernes: ¿Ahora cuánto quieren?

Después de unos tragos y baile, los chicos, abordo de un BMW convertible, se disponen a competir en los arrancones, que ya son tradición en calles de Polanco.

En el trayecto, sobre Reforma, buscan en la guantera algún gramo, olvidado por papá, de polvo para la nariz, pero lo que encuentran es una Magnum 45 cubierta, la cacha, de plata.

—Tírale a ese anuncio—. El copiloto se niega.

—Trae acá güey—. Con el auto en movimiento, el del volante toma el arma y dispara, fallando el tiro.

Irritado por el yerro detiene el auto. Tras el letrero que sirviera de blanco, observa dos bultos que respiran y apunta...

—¡No mames güey!—. Exclama el otro, asustado, mientras se escuchan dos detonaciones.

El BMW arranca a toda velocidad, dejando como estela la voz, con más de cien decibeles, de una cantante pop: A quién le importa...

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