viernes, 13 de noviembre de 2009

El Micro

Por Jesús Vargas

Clientes y vendedores forman una masa compacta frente a los televisores en una tienda departamental en el Centro Histórico de la Ciudad de México.

Una voz bien timbrada, pero hueca y cargada de efectos para impresionar, sale por las bocinas de los televisores. Él, se acerca al grupo para descubrir la causa del aparente estado hipnótico que tiene paralizada la actividad de ese piso; Conforme avanza escucha palabras sobre amor, amistad, familia y, la capacidad que todos tenemos para enfrentar cualquier infortunio sólo con el ejercicio de la voluntad: En síntesis, el discurso cursi conque las televisoras venden sentimientos presentado, en este caso, como “poesía”.

Corte a un set, dispuesto como aquellos en que se hace “crítica televisiva”. Ahí, comandados por el dueño de la empresa, actores y conductores histéricos pedían usar como picota, para la cabeza del Jefe de Gobierno, el asta bandera del Zócalo. “Puede pasarle a cualquiera en esta ciudad…Las esposas no saben si el esposo, que sale a trabajar por la mañana, regresará a su casa esta noche”, decían: Habían ejecutado, al más puro estilo gangsteril a popular animador quien, de acuerdo con el testimonio de los guapos de la “pantalla chica”, fue un hombre simpático, buen amigo, amantísimo padre, super compañero y, superrecontramegalimpio en su hoja de vida.

Por el tratamiento de la noticia, Ezequiel se preguntó si el mensaje, de los “autodenominados” informadores, tenía el fin de alertar, al ciudadano ordinario, sobre el hecho de que a sus espaldas hay un sicario que, con premeditación, alevosía y ventaja, vaciará la carga de una “cuerno de chivo” sin que la autoridad mueva un dedo o, si lo que querían decir es que el alcalde ordenó la ejecución.

-La primavera es buena época para morir-. Pensó mientras abandonaba el lugar.

Ya en la plancha del Zócalo, bajo la sombra del lábaro patrio, encendió su último cigarro; levantó la mirada hacia la ondeante tela tricolor e imaginó, con una mueca, la cabeza de Cuautémoc Cárdenas insertada sobre el asta bandera...
Observó la malla metálica que cubre las torres de Catedral y tras sesuda especulación dictaminó:
– Debe ser una advertencia a las palomas de que los campanarios no son cagadero público ni hotel de paso…
Un párvulo, de esos que a la menor provocación recitan a sus padres los Derechos de los Niños, interrumpió tan profunda meditación al jalarle la manga del saco:
-Señor levante la cajetilla que tiró y apague su cigarro porque contamina.
-No me jodas mocoso y ve a ver si ya “puso” tu mamá.
El niño lo miró con el terror que provoca un ¡no! a cualquier chico Montesori y corrió a los brazos de la anciana que alimentaba una parvada con las municiones que más tarde blanquearán los palacios virreinales.
Ezequiel dibujó una sonrisa por, ese, su primer “triunfo del día”.

Se enfiló con rumbo a la Alameda Central. Caminaba a veces lento, a veces con prisa, esto, en relación proporcional con la velocidad de los “culos” que avanzaron frente a él. Detuvo la marcha en la Casa de los Azulejos, buscó en sus bolsillos. -¿Café o cigarros?, ¡that is the cuestion!-, Quince pesos en la bolsa del pantalón no cubren el deseo completo más el costo de los pasajes. De cualquier forma entró a la añeja tienda, cruzó la fuente de sodas, signo para él de mejores tiempos -Acostumbraba comer allí los días de pago y compartir con el “ligue en turno” una orden de molletes después de “no ver” una película en el Palacio Chino-.
En la barra serpenteante vio rostros que al paso de los años parecen no moverse del mismo sitio. Retratos con café y cigarro, retocados por el tiempo con canas, tintes o calvicie.

La posibilidad de enfrentar algún recuerdo le hizo huir del Palacio de los Condes de Orizaba.

Sus pasos lo llevaron a la explanada del Palacio de Bellas Artes. Rememoró la única vez que pisó el interior: Vino con los niños del sexto grado a un concierto de la Orquesta Sinfónica Nacional -Cuando el Estado en lugar de rescatar banqueros estúpidos ¿o vivales? enviaba autobuses a las escuelas públicas para acercar el arte a cualquier hijo de vecino-; Evocó la figura pequeña del enorme Herrera de la Fuente y el sonido de los timbales. Continuó su marcha tarareando notas del Huapango de Moncayo.
-¡Un varito! ¿nooo?-. Oyó decir a una docena de chavos harapientos que, salidos de la nada, le tenían rodeado por un costado del Hemiciclo a Juárez.
-¡No!-. Dijo; se abrió paso entre ellos sin mirarlos siquiera. Volvió a sonreir al imaginar el rostro estupefacto de los famosos “niños de la calle” al reparar en que, esta vez, su táctica para atemorizar parejas y “gente de bien” fracasó. Fue su segundo “triunfo”.
Entró al Metro en la estación Hidalgo, por suerte halló un asiento libre en el primer vagón. En el lugar de enfrente, hermosas piernas de colegiala medio cubiertas por una minifalda azul ofrecieron, a la vista de Ezequiel, el más sabroso manjar, oculto apenas por minúsculas pantaletas blancas. El impacto de la imagen lo obligó a aflojar la corbata y colocar el saco sobre sus muslos para disimular la súbita turbación.

En Balderas subió una anciana -¡Maldita sea!-. Se interpuso entre sus ojos y la visión divina; A manera de venganza, fingió dormir para no ceder el asiento. Volvió a su observación atenta cuando en la estación Zapata se disipó el “olor a viejo” pero, ¡oh decepción!, pantorrillas, muslos, tetas, se trocaron por enfermera gorda.

Vio caras largas, miradas perdidas, cuerpos cansados…-Puros perdedores-. ¿Pensó o lo dijo?.

Así, entre la cantaleta de los vendedores, el chantaje de “prefiero pedirles unas monedas en lugar de arrebatarles el bolso y la cartera”, la melodía que desde hace diez años tocan los invidentes y, chavitos que se abalanzan sobre los zapatos para limpiarlos con un trapo sucio a cambio de una moneda, llegó a la estación terminal Universidad.

Esperó a que la “manada” despejara la escalinata para luego recorrer cada peldaño sin compartir el espacio. Sonrió y disfrutó la acción como si fuese otro triunfo.

Abordó el microbús a La Joya, también consiguió asiento.
-Es mi día de suerte.

Por la ventanilla vio las entradas de la Universidad convertidas en barricadas de escritorios, sillas y troncos que los – ¡pinches estudiantes güevones!- amontonaron para evitar que se esquiroleara el movimiento contra el reglamento de cuotas impuesto por el rector.
Ezequiel recordó, mientras caía el primer chaparrón del año, su paso por la Facultad de Derecho; solía decir que abandonó la carrera por “culpa” de su matrimonio.
Recordó, también, que ese mediodía le negaron el empleo de vendedor en el Palacio de Hierro, “está usted sobrecalificado” le dijeron, pero él sabía que a sus treinta y seis años es un viejo para los empleadores; que su mujer hacía dos meses lo abandonó; que tenía hambre; que en el refri había dos huevos, en la mesa un bolillo de ayer y en la repisa facturas por pagar…
Al volante, un Adrián Fernández adolescente, en complicidad con el pavimento mojado y llantas lisas, logró que el micro diera tres vueltas sobre su costado izquierdo al doblar hacia Avenida del Imán.

Al día siguiente, por la mañana, la televisión consigna cocaína en ropa y sangre del animador ejecutado y, la exigencia, de las buenas conciencias del país, de que se emplee la fuerza pública para “rescatar la Universidad secuestrada”; cientos de mantas en las principales avenidas: “Di no a las mentiras”, como respuesta a la campaña de linchamiento contra el gobierno capitalino, implementada por una cadena televisiva; y, en una ficha del Ministerio Público: un menor de edad detenido, quince lesionados (tres de gravedad), y un cadáver no reclamado en la morgue.
Esa fue su última derrota.


Junio 26 de 1999.
México D. F.

1 comentario:

  1. Sin querer (o queriendo) me hiciste dar un breve paseo por las calles de esta nuestra ambivalente ciudad. Recuerdos y situaciones volaron a mi cabeza, que lograron hacerme revalorar mi situación actual. ¡Un gran abrazo! IRM

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