
Hace poco realicé un viaje a la Ciudad de México. Con tal de ahorrar compré un vuelo promocional desde dos meses antes. El itinerario me llevó primero a Tijuana, donde debí pasar más de cinco horas con un frío endemoniado, luego Toluca, con las 5:50 como hora de arribo y cero grados centígrados de temperatura. De ahí a Santa Fe, un taxi, el metro y por ahí de las 8:30 am estaba en la maravillosa plaza de Coyoacán bebiendo un delicioso café de El Jarocho, sentado en una banca frente a la fuente de los coyotes. Tres días en los que pude visitar una tía y mis compadres, nada más, aparte del motivo central del viaje: realizar trámites en la UNAM y conseguir algunos libros.
Viví por más de veinte años en ese monstruo que genera afectos polarizados; fue el lugar donde hacía mi vida y me naturalicé chilango ¡a mucha honra¡ Nunca fui asaltado, la policía sólo me levantó una vez, junto con una amiga, por “faltas a la moral”, nos dieron “una paseada” y, como no ofrecimos mordida, nos botaron por ahí, con la fina sugerencia, gritada desde la patrulla: pa’ la otra váyanse al hotel.
Esta vez, realicé las actividades antes cotidianas: caminar mucho, subir escaleras, viajar en metro con varios transbordos, tomar un microbús… En mi defeña vida jamás razoné sobre derroche energético implicado ni sobre tiempo consumido que esto significa, además de la jornada laboral.
La diferencia es que, ya sea por la edad o por la altura sobre el nivel del mar, me sofoqué. Por la contaminación lucí ojos rojos, una nariz reseca y sangrante. Por si fuera poco, generé adrenalina en cantidades industriales, gracias a los microbuseros; creí en Dios al bajar ileso de estos transportes que, como secuela, me dejaban por varias horas con el esfínter contraído.
Conclusión: ¡… ya no soy chilango!
Por fortuna, el vuelo de regreso fue directo.
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