jueves, 19 de noviembre de 2009

lunes, 16 de noviembre de 2009

Carrusel


Trotones en el círculo de sueños

viernes, 13 de noviembre de 2009

Lluvia de octubre

Soneto que nació en un taller
de la amada Dolores Castro


El recuerdo surge como un rayo,
ilumina esa región añorada,
memoria por el tiempo derramada,
tirana que al presente hace vasallo.

Lluvia de octubre, nostalgia de mayo:
moja, aturde y empaña la mirada;
flor en libro, postal, ave enjaulada;
un grito del pasado cuando callo.

El recuerdo es carnada en el anzuelo
para el banco de sueños incumplidos,
peces cruzando el mar de mis desvelos.

¡Ay! Turbia tempestad de los octubres
relámpago en el cielo del olvido,
con llanto, primaveras redescubres.

Jesús Vargas
Octubre 2004

El Micro

Por Jesús Vargas

Clientes y vendedores forman una masa compacta frente a los televisores en una tienda departamental en el Centro Histórico de la Ciudad de México.

Una voz bien timbrada, pero hueca y cargada de efectos para impresionar, sale por las bocinas de los televisores. Él, se acerca al grupo para descubrir la causa del aparente estado hipnótico que tiene paralizada la actividad de ese piso; Conforme avanza escucha palabras sobre amor, amistad, familia y, la capacidad que todos tenemos para enfrentar cualquier infortunio sólo con el ejercicio de la voluntad: En síntesis, el discurso cursi conque las televisoras venden sentimientos presentado, en este caso, como “poesía”.

Corte a un set, dispuesto como aquellos en que se hace “crítica televisiva”. Ahí, comandados por el dueño de la empresa, actores y conductores histéricos pedían usar como picota, para la cabeza del Jefe de Gobierno, el asta bandera del Zócalo. “Puede pasarle a cualquiera en esta ciudad…Las esposas no saben si el esposo, que sale a trabajar por la mañana, regresará a su casa esta noche”, decían: Habían ejecutado, al más puro estilo gangsteril a popular animador quien, de acuerdo con el testimonio de los guapos de la “pantalla chica”, fue un hombre simpático, buen amigo, amantísimo padre, super compañero y, superrecontramegalimpio en su hoja de vida.

Por el tratamiento de la noticia, Ezequiel se preguntó si el mensaje, de los “autodenominados” informadores, tenía el fin de alertar, al ciudadano ordinario, sobre el hecho de que a sus espaldas hay un sicario que, con premeditación, alevosía y ventaja, vaciará la carga de una “cuerno de chivo” sin que la autoridad mueva un dedo o, si lo que querían decir es que el alcalde ordenó la ejecución.

-La primavera es buena época para morir-. Pensó mientras abandonaba el lugar.

Ya en la plancha del Zócalo, bajo la sombra del lábaro patrio, encendió su último cigarro; levantó la mirada hacia la ondeante tela tricolor e imaginó, con una mueca, la cabeza de Cuautémoc Cárdenas insertada sobre el asta bandera...
Observó la malla metálica que cubre las torres de Catedral y tras sesuda especulación dictaminó:
– Debe ser una advertencia a las palomas de que los campanarios no son cagadero público ni hotel de paso…
Un párvulo, de esos que a la menor provocación recitan a sus padres los Derechos de los Niños, interrumpió tan profunda meditación al jalarle la manga del saco:
-Señor levante la cajetilla que tiró y apague su cigarro porque contamina.
-No me jodas mocoso y ve a ver si ya “puso” tu mamá.
El niño lo miró con el terror que provoca un ¡no! a cualquier chico Montesori y corrió a los brazos de la anciana que alimentaba una parvada con las municiones que más tarde blanquearán los palacios virreinales.
Ezequiel dibujó una sonrisa por, ese, su primer “triunfo del día”.

Se enfiló con rumbo a la Alameda Central. Caminaba a veces lento, a veces con prisa, esto, en relación proporcional con la velocidad de los “culos” que avanzaron frente a él. Detuvo la marcha en la Casa de los Azulejos, buscó en sus bolsillos. -¿Café o cigarros?, ¡that is the cuestion!-, Quince pesos en la bolsa del pantalón no cubren el deseo completo más el costo de los pasajes. De cualquier forma entró a la añeja tienda, cruzó la fuente de sodas, signo para él de mejores tiempos -Acostumbraba comer allí los días de pago y compartir con el “ligue en turno” una orden de molletes después de “no ver” una película en el Palacio Chino-.
En la barra serpenteante vio rostros que al paso de los años parecen no moverse del mismo sitio. Retratos con café y cigarro, retocados por el tiempo con canas, tintes o calvicie.

La posibilidad de enfrentar algún recuerdo le hizo huir del Palacio de los Condes de Orizaba.

Sus pasos lo llevaron a la explanada del Palacio de Bellas Artes. Rememoró la única vez que pisó el interior: Vino con los niños del sexto grado a un concierto de la Orquesta Sinfónica Nacional -Cuando el Estado en lugar de rescatar banqueros estúpidos ¿o vivales? enviaba autobuses a las escuelas públicas para acercar el arte a cualquier hijo de vecino-; Evocó la figura pequeña del enorme Herrera de la Fuente y el sonido de los timbales. Continuó su marcha tarareando notas del Huapango de Moncayo.
-¡Un varito! ¿nooo?-. Oyó decir a una docena de chavos harapientos que, salidos de la nada, le tenían rodeado por un costado del Hemiciclo a Juárez.
-¡No!-. Dijo; se abrió paso entre ellos sin mirarlos siquiera. Volvió a sonreir al imaginar el rostro estupefacto de los famosos “niños de la calle” al reparar en que, esta vez, su táctica para atemorizar parejas y “gente de bien” fracasó. Fue su segundo “triunfo”.
Entró al Metro en la estación Hidalgo, por suerte halló un asiento libre en el primer vagón. En el lugar de enfrente, hermosas piernas de colegiala medio cubiertas por una minifalda azul ofrecieron, a la vista de Ezequiel, el más sabroso manjar, oculto apenas por minúsculas pantaletas blancas. El impacto de la imagen lo obligó a aflojar la corbata y colocar el saco sobre sus muslos para disimular la súbita turbación.

En Balderas subió una anciana -¡Maldita sea!-. Se interpuso entre sus ojos y la visión divina; A manera de venganza, fingió dormir para no ceder el asiento. Volvió a su observación atenta cuando en la estación Zapata se disipó el “olor a viejo” pero, ¡oh decepción!, pantorrillas, muslos, tetas, se trocaron por enfermera gorda.

Vio caras largas, miradas perdidas, cuerpos cansados…-Puros perdedores-. ¿Pensó o lo dijo?.

Así, entre la cantaleta de los vendedores, el chantaje de “prefiero pedirles unas monedas en lugar de arrebatarles el bolso y la cartera”, la melodía que desde hace diez años tocan los invidentes y, chavitos que se abalanzan sobre los zapatos para limpiarlos con un trapo sucio a cambio de una moneda, llegó a la estación terminal Universidad.

Esperó a que la “manada” despejara la escalinata para luego recorrer cada peldaño sin compartir el espacio. Sonrió y disfrutó la acción como si fuese otro triunfo.

Abordó el microbús a La Joya, también consiguió asiento.
-Es mi día de suerte.

Por la ventanilla vio las entradas de la Universidad convertidas en barricadas de escritorios, sillas y troncos que los – ¡pinches estudiantes güevones!- amontonaron para evitar que se esquiroleara el movimiento contra el reglamento de cuotas impuesto por el rector.
Ezequiel recordó, mientras caía el primer chaparrón del año, su paso por la Facultad de Derecho; solía decir que abandonó la carrera por “culpa” de su matrimonio.
Recordó, también, que ese mediodía le negaron el empleo de vendedor en el Palacio de Hierro, “está usted sobrecalificado” le dijeron, pero él sabía que a sus treinta y seis años es un viejo para los empleadores; que su mujer hacía dos meses lo abandonó; que tenía hambre; que en el refri había dos huevos, en la mesa un bolillo de ayer y en la repisa facturas por pagar…
Al volante, un Adrián Fernández adolescente, en complicidad con el pavimento mojado y llantas lisas, logró que el micro diera tres vueltas sobre su costado izquierdo al doblar hacia Avenida del Imán.

Al día siguiente, por la mañana, la televisión consigna cocaína en ropa y sangre del animador ejecutado y, la exigencia, de las buenas conciencias del país, de que se emplee la fuerza pública para “rescatar la Universidad secuestrada”; cientos de mantas en las principales avenidas: “Di no a las mentiras”, como respuesta a la campaña de linchamiento contra el gobierno capitalino, implementada por una cadena televisiva; y, en una ficha del Ministerio Público: un menor de edad detenido, quince lesionados (tres de gravedad), y un cadáver no reclamado en la morgue.
Esa fue su última derrota.


Junio 26 de 1999.
México D. F.

jueves, 12 de noviembre de 2009

martes, 10 de noviembre de 2009

Paseo dominical por la sala de un hogar modelo, o lo que es lo mismo, se llueve y se moja como los demás





Nota importante para el lector actual: el siguiente texto es totalmente anacrónico, el lector imaginado debe ser abuelo ya, sin embargo, consideramos que el rito y rituales referidos, se mantienen vivos… ¡cómo chingados no!







¡Goooooya, goooooya....... cahún, cachún ra,ra...! ¡Cómo no te voy a querer!



Por Jesús Vargas

Sentados frente al nicho principal, consagrado al televisor, como sucede en todo buen hogar, esperamos el inicio del juego del hombre...
Mi compadre Juan nos demuestra, dibujando sobre una servilleta, cómo al abrir la Estrella de David surge una suástica. Moisés, el judío del grupo, es el único que no festeja la ocurrencia que a los otros nos pareció divertida y actual; Arruga y tira el papel mientras sentencia:
-Que nuestros muertos nos perdonen por elegir este gobierno...
Yo sonrío al implicar que Moi, además de ser judío, es mexicano ¿Se refiere al gobierno israelí o al mexicano? Juan pretende continuar la charla sobre el tema recordando las últimas matanzas, pero el Flaco, que prevé pleito, haciéndose el gracioso ataja:
-Para qué discuten si toda controversia se puede dirimir a chingadazos...
especialmente cuando el otro es más débil...
En lugar de reír, guardamos silencio, pues no se necesita ser especialista en política para saber que esa es la síntesis de lo que pasa en el mundo.
El silbatazo inicial y mi mujer, que trae una charola con viandas, nos hacen cambiar de sintonía; Preparamos las “cubas” y brindamos, dos por el triunfo de Pumas y dos por el de Cruz Azul.
Pasan los minutos, el marcador sigue en ceros; los niños gritan en el patio, las mujeres los cuidan y preparan el guacamole para los tacos de chicharrón.
Con el juego tedioso y ya entrados en tragos, reímos con las pendejadas lingüísticas de los cronistas deportivos que nos remiten al “pero, mas, sin embargo” de la tal Azalia de Big Brother y de una primera dama de ingrata memoria.
Después: Que si es una bruja...
Que si tal es puta y la otra imbécil...
Que si aquél es maricón...
Jugamos con: Sì güey, no güey, ya güey y con el resto del repertorio verbal, suficiente y necesario, para anular cualquier comunicación. Chupamos, botaneamos. Botaneamos, chupamos.
Fuera de un buen lance de Campos, nada pasa. El gol catártico no llega, pero el alcohol cumple la misión de turbar las potencias.
Aunque desilusionados por el 0-0, devoramos los tacos chicharroneros con singular regocijo y, de igual manera, nos profesamos amor fraternal con masculinos madrazos; expresamos mutua congratulación por tener familias normales, esposas modelo e hijos maravillosos.
-No hay más mundo feliz que éste-.Volvió a resumir el Flaco.
Al anochecer, la despedida con besos, abrazos y la promesa de repetir el ritual el próximo domingo en casa de mi compadre.
No les cuento lo que sucedió a continuación, ya en privado con mi mujer, porque sería romper la mágica embriaguez del culto dominical a las sagradas familias... pero mientras ella siga cumpliendo su papel histórico hic... ¡No hay hic... pedo… hic!


*Notas del narrador omnisciente, que no quiso participar en este relato
:
-El segundo ritual más importante para las 4 familias es comer los sábados en McDonald's “para que los niños dejen de joder con la cajita feliz”
-La mujer de Juan es amante de Moisés.
-El primogénito del Flaco es hijo de Juan
-La esposa del anfitrión consulta un abogado para iniciar el trámite de divorcio y apagar fuegos de su entrepierna.
**Nota del autor: El narrador de tercera persona, que no quiso intervenir, piensa que este relato es ordinario y despreciable para las clases medias.
***Nota de los editores: El autor escribió esta basura en estado de embriaguez light y pop, pero la publicamos porque, a pesar de todo, es “persona humana”.

Bomberos

lunes, 9 de noviembre de 2009

NOCHE BUENA

Por Jesús Vargas


Te acordarás de mí porque, en la vida, la sentencia de amor, la sentencia de amor, nunca se olvida; No pensaste, ni un momento, vida mía que la vida sin ti no la quería…

-Permitamos que Javier Solís inunde con boleros el departamento-. Dije luego de programar el equipo de sonido para que el disco se repitiese hasta el cansancio.
-¡Te preparé chilaquiles mmmh…! Como a ti te gustan y... ¡sorpresa!-. Le muestro dos Nochebuenas escarchadas.

En diciembre, la llevè a Guadalajara, donde expuse a los tecos mi “Teoría de la fascinación” aplicada a la mercadotecnia.
En el hotel, luego de la conferencia, puse en práctica mi aporte académico a la humanidad, pero en el ámbito de las artes amatorias, al tiempo que nos ponìamos una borrachera marca diablo con cerveza Noche Buena que, a decir de ella, es de lo mejor que se produce en este país (después de mí, por supuesto).

Ahora, en pleno verano, conseguí una caja de ellas; Le ofrecí una, las chocamos…
-¡Por una noche buena!-. Brindé con picardía.
Antonia, sin responder, bebió a pico de botella hasta la última gota.
Admirado por el juego de garganta, la actitud bronca y, su necesidad de hablar inexplicablemente reprimida,, apenas atiné a preguntar: ¿Ya sirvo la cena…?

Ella fue mi alumna durante sus dos primeros semestres en la universidad, está por concluir el cuarto.
Un buen día tomaba el vomitivo, que me venden por café exprés, en la cafetería del campus cuando fui sorprendido por un beso en la nuca:

-Profe, tienes tiempo para una buena cogida-. Murmuró a mi oído.

Al intentar una reacción de “hombre de mundo”, sereno ante la propuesta de la “mocosa”, puse en mi boca la parte encendida del cigarro... ¡Ay! me ardió hasta el ano.

Aunque nadie lo cree cuando lo cuento, mi boca no se quiso abrir porque aún guardaba el buche de café que no escupí por guardar la dignidad magisterial, así que las brasas se estrellaron directo en mis labios. ¿Cómo puede un cuerpo ser tan estúpido, para llevarse algo a la boca, sin tragar primero lo que la tiene ocupada?

Alguna convulsión de mi humanidad maltratada le hizo decir, aún a mi espalda:
-Cálmate, soy mayor de edad y mis “papis” viven en Torreón-. Volteé para dispararle ráfagas de odio. Al verme se percató de que mis labios se encontraban hinchados y a punto de reventar.

Ruborizada por lo que había provocado tomó mi mano, me condujo por los pasillos a la enfermería, donde tomé un antiinflamatorio y embarraron mi boca con una pasta de sabequé para aliviar el ardor; Con una sonrisa compraperdón colocó en mi lengua una trufa de chocolate que sacó de su espantosa gabardina negra.

Luego de tan bochornoso incidente, le pedí a la Juana, aprendiz de escritora y mi eterna enamorada, las llaves de mi departamento para ponerlo en manos, ahora, de este bello ejemplar norteño.

Ese fue el final de la relación màs duradera que habìa tenido y el inicio de mi reputación como “asaltacunas” en la Universidad.

-¡Estoy embarazada!
Ahora sí escupí la cerveza… Y sobre la sartén con los chilaquiles verdes cubiertos con crema, rebanaditas de cebolla, queso gratinado y… espuma amarga.

-Me da mucho gusto-. Dije tartamudo.
Por más que intenté conservar la imagen, que tanto me costó fabricar, de hombre sereno, inconmovible, las piernas no respondían; Así, con la excusa de mi cochinada opté por tomar aire de la calle.

Con cariño y con mi mano en su vientre:
-Regreso enseguida, voy al puesto de la esquina por algo, porque si ves el aspecto de la cena se te adelantan las náuseas.

Al entrar, descubrí dos envases más de nochebuenas vacíos…
…Sabrá Dios, uno no sabe nunca nada. Decía Javier al momento en que mordíamos las tortas de pierna que doña Chole prepara con más grasa y cebolla que carne.

Antonia fue por otras frías y desde la cocina soltó:
-¿Quieres que lo tenga?
-Bueno, siempre he querido un hijo, claro que sí.

Apuró su cuarta chela y con voz ahora dulce, como es habitual en ella, susurró a mi oído las mismas palabras de aquella vez en la cafetería y, añadió luego de besarme la nuca
–Hoy, mi vida, es nuestro primer aniversario.
¨-¡Trágame tierra, párteme rayo! –
Y como complemento a tales execraciones, balbuceé -¡Perdón cielito, con este fin de cursos, los trabajos, calificar los exámenes… perdón, perdón! Me hace tan feliz un hijo mío en tu pancita, te amo, te amo-. Humilde y avergonzado sentencié -¡soy una mierda!.

Con una señal me pide guardar silencio, toma mi mano, me conduce a la recámara.

-¡Vamos a jugar!-. Dice coqueta.
Seductora, me tumba sobre el colchón, baja lenta sus pantimedias y con ellas ata mis manos a la cabecera; Con dos de mis corbatas, los tobillos a las patas de la cama; Obscena, levanta nuevamente su falda morada para deslizar por sus piernas largas una braga minúscula que toma de entre sus tobillos y, con sumo cuidado, la enrolla para luego meterla en mi boca; Después, con otra corbata completa la mordaza.

La situación es incómoda pero excitante. Yo me dejo hacer en compensación por el olvido y por el hijo.

Sale de la recámara para regresar un minuto después enfundada en su espantosa gabardina negra (la de la primera vez), con una botella de tequila en la mano izquierda y el cutter, que suelo guardar en el escritorio, en la derecha.

Alterna un trago del licor con un corte en mis pantalones vaqueros recién comprados.
La oscilación del acero entre sus manos ebrias me hace sudar como maratonista en el kilómetro treinta. Mis “jeans” se han tornado en falda hawaiana. Con un corte, que parece estudiado, hace saltar la trusa y pasea, divertida, la navaja sobre mis genitales.
Con los ojos intento decir que es suficiente, que mis piernas están llenas de excoriaciones, pero sorda a la mirada suplicante, comprueba el filo cortando la pequeña trenza fabricada con vello de mi escroto. No supe, hasta este día, que tenerlo parado y estar aterrorizado, además de rimar, son dos eventos que pueden suceder de manera sincronizada.

Se te olvida que hasta puedo hacerte mal si me decido… canta Solís como presagio poco estimulante.

-Siempre has querido un hijo-. Pronuncia con dificultad.
-... lo sé, lo expresas con frecuencia... lo que nunca dices es “te amo”... excepto hoy que te sientes culpable.

Trato de liberar mis manos, mas desisto al sentir la presión de la navaja bajo el ombligo.
-¡No te muevas porque te corto! … Al principio sólo quería divertirme contigo, luego te admiré, fui feliz al verte entusiasmado con el libro que escribías y que hace meses sigue en la página sesenta, sentí orgullo cuando me identificaban como tu pareja o tu amante… da igual…

Hizo pausa. Abrigué la esperanza de que todo terminaría en una profesión de amor del tipo que ella refería procaz como mi dosis de proteínas. –Es sólo la peda - me repetía para ahuyentar el miedo.

-Olvidé quién era y qué quería para adivinar tus pensamientos, para estar a tu altura, a pesar de que siempre censuraste mis ideas, mis amigos, mi música. ¡Mírate ahora!... apático, amargado… mediocre. Lo peor... lo peor es que hace tiempo no me siento mujer contigo… ¡No te muevas! … Ves, ya te corté-.

Vertió tequila sobre la herida y, ajena a mi dolor, continuó:

-Mírame, yo me fui de casa para no repetir la historia de madre, mis hermanas, mis vecinas y llegué hoy, aquí, para celebrar el primer año de sometimiento: esperaba una invitación a bailar o una buena cena con vino, velitas y violines…

Pareció desmayar pero cobró fuerza.

-Estoy vacía, siento un huequito aquí, en el pecho, y aquí-. Se tocó el vientre.-¡No estoy embarazada! … ¡Jamás te daré un hijo!, Me desembarazo de ti…!Adiós!


Mi llanto competía en abundancia con el sudor. Luego de varias horas, cuando pude soltarme, supe que todo tipo de secreciones estaba allí, menos una.

Luego de ducharme por más de una hora abrí mi correo electrónico. Una importante editorial me invitaba a la presentación del libro Cuentos de Madrugada, de la “reconocida escritora” Juana Novoa.

Esa madugada, Antonia, salió rebotando en las paredes, llevaba a cuestas su horrible gabardina negra y, antes de dar el portazo, gritó sobre las primeras notas de Payaso:
- ¡Ah, que tengas noche buena!..

¿A quién le importa?

Por Jesús Vargas

A gatas, entre un mundo de piernas, Rubén se abalanza, trapo en mano, sobre cada zapato que encuentra a su paso. Con horror y desprecio, los viajantes retiran el pie. La sorpresiva tarea de intentar sacudir el polvo del calzado es recompensada con uno o dos pesos en cada vagón del Metro y, a veces, con algún dulce, bolsa de frituras o un emparedado.

Rubén vive a diez calles de la terminal Pantitlán, bajo un techo de asbesto y con una madre que cada noche lo recibe con el ceño fruncido y la pregunta: ¿Cuánto traes?

Thalía sale del agujero al medio día, va a comprar una paleta helada, Magnum cubierta de chocolate, con el dinero robado al más drogado por el efecto del “activo”, en una coladera del drenaje. Harapienta y paleta en mano se detiene frente al aparador con televisores encendidos: Una señora dice en la tele que los niños de la montaña podrán llegar más rápido a la escuela con las bicicletas que les regalaron y afirma que todo lo que dicen de ella son calumnias; el señor bigotón al que le preguntaron algo contestó “¿Y yo por qué?”; otro más promete que se hará la ley para que todos los ciudadanos puedan tener armas, defender sus propiedades y guardar su integridad física por sí mismos. Thalía detiene su partida al escuchar la palabra “bebesaurios”... Al darse cuenta de que los rostros en pantalla no correspondían con los animalotes que supuso vería, la Tali (así la llaman en el hoyo) vuelve a su mundo con el último mordisco a su paleta. Aborda el tren subterráneo en la estación Balderas.

—A quién le importa lo que yo haga, a quién le importa lo que yo diga...—. Canta desafinada en el pasillo de un vagón, en espera de una moneda.

—¡Ay pendeja!—. Le grita el niño a quien ha pisado una mano. Rubén y Thalía se habían encontrado en varias ocasiones, pero nunca cruzaron palabra. Ahora se miran desafiantes, pero ella, como si nada, continúa su canto.

En la estación Chapultepec, horas más tarde, vuelven a coincidir en el andén. Ella le sonríe. En son de paz y como invitación a compartir:

—Mira, una señora me regaló esta torta y un refresco—.

Rubén le propone salir al Bosque de Chapultepec; en el camino se detienen para observar a los mimos y a la serpiente con que el merolico anuncia una “cura milagrosa contra el cáncer”. Al descuidarse el vendedor de un puesto de disfraces; ella roba un par de calabazas de plástico con que los niños piden monedas o dulces en esta temporada, más adelante, encuentran grupos familiares que marcan territorios con cintas y globos de colores, se dirigen hacia los más atractivos y grandes, que tienen grabado el mensaje: IV años de Gaby.

Desde la barrera, sonríen con los malabares del payaso que se tropieza, crea con globos maravillosas figuras y organiza porras para la festejada. Una mujer se les acerca con una mueca que parece sonrisa y dos rebanadas de pastel, los conmina, amablemente, a que se “vayan a comer allá” por el lago artificial. Los niños agradecen la generosidad de la señora y se marchan encantados a degustar sus manjares frente a los patos.

Thalía propone, luego de la comilona, ir al Museo Nacional de Antropología para pedirles limosna a los “gringos”, o una cuota por las fotografías que les tomen.

Cae la noche, ahora esperan la salida del concierto en el Auditorio Nacional para completar el dinero del día, pidiendo su “calaverita”. Con las nuevas dádivas llenan los bolsillos y las calabazas de plástico. Al terminar la colecta, deciden comprar, en un puesto móvil, hamburguesas y refrescos, sin percatarse de que la última corrida del Metro ha pasado.

Sin poder regresar a casa y al agujero, respectivamente, Rubén y Thalía deciden con la luna y la panza llenas, pasar la noche junto a una jardinera en la acera de la avenida Paseo de la Reforma.

Con motivo del Día de Muertos las jardineras despiden el aroma de las flores amarillas que recuerdan los cementerios.

Dos adolescentes se preparan para asistir a la fiesta de Halloween en el Hard Rock Café, luego de que el padre de ambos les preguntara, como cada viernes: ¿Ahora cuánto quieren?

Después de unos tragos y baile, los chicos, abordo de un BMW convertible, se disponen a competir en los arrancones, que ya son tradición en calles de Polanco.

En el trayecto, sobre Reforma, buscan en la guantera algún gramo, olvidado por papá, de polvo para la nariz, pero lo que encuentran es una Magnum 45 cubierta, la cacha, de plata.

—Tírale a ese anuncio—. El copiloto se niega.

—Trae acá güey—. Con el auto en movimiento, el del volante toma el arma y dispara, fallando el tiro.

Irritado por el yerro detiene el auto. Tras el letrero que sirviera de blanco, observa dos bultos que respiran y apunta...

—¡No mames güey!—. Exclama el otro, asustado, mientras se escuchan dos detonaciones.

El BMW arranca a toda velocidad, dejando como estela la voz, con más de cien decibeles, de una cantante pop: A quién le importa...

domingo, 8 de noviembre de 2009

sábado, 7 de noviembre de 2009

... y dejar de fumar

Por Jesús Vargas

Encontré a mi abuela rodeada por paramédicos que, en vano, intentaban resucitarla.
Esa mañana estuvo radiante, parecía aliviada de todas sus dolencias. Así empezó ese día, por demás extraño.

¬-No estoy guapa para saludar al Señor- Se disculpó por no acompañarnos al servicio religioso, y era verdad, llevaba semanas en cama, desaliñada y chucatosa.

Sucedió el domingo de ramos. Yo estaba de visita en Guaymas aprovechando las vacaciones de semana santa y mi madre me ocupaba de chofer. La dejé en el templo, yo tenía en mente, el ir a observar gringas pechugonas, en las playas de San Carlos, sin embargo, inconscientemente me vi de nuevo en la casa de la abuela. Trato de hacer memoria, pero no recuerdo como realicé ese trayecto.

Me percaté, al retirarse la ambulancia, de que ella tenía puesto el vestido que usaba para ir a las fiestas. Estaba peinada con dos largas trenzas y su palidez de muerte se ocultaba bajo capas de rubor.

Llamamos para dar aviso a los familiares y, al menos dos de cada tres juraban haberla visto el día anterior, o que habían hablado con ella por teléfono esa misma mañana. Lo cual resultaba imposible de creer.

Por la noche, en el velatorio, la sala de la funeraria fue insuficiente para todos los deudos y para aquellos que vinieron a ofrecernos el pésame.

Una mujer me miraba con insistencia, desde el pasillo que separaba la sala de la abuela de aquella donde se velaba a otro difunto. Hice caso omiso, sin embargo, en tres ocasiones más, me percaté de que acompañada por deudos del otro muerto, me veían tras el ventanal y murmuraban con cierto asombro. Supuse que me confundían con otra persona.

A la media noche, un poco por curiosidad y otro poco a causa del ambiente enrarecido salí al pasillo para respirar aire fresco. El nombre y apellidos de quien ocupaba el ataúd de enfrente me resultaron totalmente desconocidos.

Me serví café y tomé asiento en uno de los sillones comunes de la agencia funeraria y, casi en el mismo momento, se acercó a mí la mujer de la ventana.

-¿A quién están velando?, ¿Cómo te llamas? ¿Eres casado?- Fueron las preguntas clave que me hizo, antes de revelarme las razones de la incomodidad a que me tenía sometido.

No había confusión, resulté “igualito” a su cuñado “hasta en la voz y la mirada”. Sólo que el tal cuñado había muerto nueve años atrás, dejando a su viuda con dos hijos “hermosísimos”.

-Me encantaría que pudieras conocerlos- Dijo. Por obvias razones emprendí la huida, con la excusa de que mi madre me necesitaba adentro.

Más tarde, fui a casa de mi nana para darme una ducha. Regresé a la agencia funeraria después de la media noche.

Poco antes del sepelio, nuevamente la mujer quien, luego supe, se llama Florencia, toca mi hombro. -¡Julián, buen día! Mira, te presento a Sofía, mi hermana… anoche te hablé de ella.
Volteo y tiendo la mano, ella se estremece, me mira asombrada, resbalan lágrimas por sus mejillas y se va huyendo, antes de que pueda decirle algo.

-No te preocupes, te dije que eres igualito a mi cuñado… por eso reaccionó así.

-Lo lamento- Respondí, con cortesía dije adiós, pues ya estaba todo dispuesto para el cortejo fúnebre de mi nana, además, Florencia no me inspiraba confianza ni simpatía.

He de confesar que lloré como un niño durante el último oficio religioso, aún cuando soy oficialmente ateo. La abuela me había enseñado el catecismo. Recordarla es evocar sus mimos y grandilocuentes expresiones de cariño. De niño pasaba con ella los fines de semana, en esa casa llena de flores y con vista al mar en Guaymas… era feliz.

Poco antes de regresar a Hermosillo me entregaron una carta de mi nana, hallada en su secreter:
Juliancito:
Te ruego dejes de fumar,
Ten hijos con una buena mujer
Y no te olvides de Dios.
Siempre estaré a tu lado.

Creo que presintió su muerte. Escribió, también, a los otros cinco nietos cartas semejantes.

Un primo, al despedirme, me informó que había dado mi número telefónico a la “amiga” con quien conversaba en la funeraria. Me molestó la indiscreción, pero no le concedí mayor importancia al incidente.

En el trayecto vino a mi mente el rostro de Sofía, en medio de su expresión triste había algo que me resultaba familiar…

Volví a la actividad docente en la Universidad, todo fue normal durante tres meses, hasta que una noche encontré el primer mensaje en la contestadora:
-Hola Julián, habla Florencia, perdona que te llame pero quería saludarte. Pronto estaré en Hermosillo, no conozco a nadie allá, ojalá pueda verte. No alcancé a decirte que no vivimos en Guaymas, sino en Arivechi. Te voy a llevar fotografías de mis sobrinos.

¡Y dale con los sobrinos! Me resultaba perverso imaginar el que Florencia fraguara un plan para reponerles al padre sólo por mi parecido. Jamás respondí, aun cuando tenía su número gracias al identificador de llamadas.

A pesar de mi indiferencia, seguí encontrando las grabaciones con sus saludos y la explicación con algún motivo por el que posponía su viaje a esta ciudad y su insistencia en citar a los niños.

Así pasaron otros tres meses. Ahora su voz sonaba marchita y en sus mensajes decía estar muy enferma.

Una noche entré a casa apresurado por el sonido del teléfono, descolgué, era ella, me pidió como favor a una mujer desahuciada, que fuera a visitarla. Le concedí el beneficio de la duda, más no me comprometí a cumplir su deseo. Continuaron las grabaciones con por favor, te ruego, sólo concédeme una tarde de charla; añadiendo su domicilio y señas para encontrarlo.

Sin motivos razonables de mi parte y más como un impulso morboso, tomé camino hacia el pueblo un sábado al amanecer. Fue el primero de noviembre.

Después de Mazatán, las tripas empezaron a reclamarme alimento, así, en un lugar llamado Rebeico detuve la marcha para atascarme dos tacos de machaca, tres de carne con chile y una soda, ni modo, el deseo es más fuerte que cualquier propósito de dieta balanceada. Más adelante, me detuve a tomar fotografías sobre el puente del río que alimenta la planta Termoeléctrica. El desierto había desaparecido y, cual piloto de Fórmula 1, sobre mi poderoso tsurito, enfrenté las curvas y barrancos de la sierra. Luego de cinco horas y de cruzar Bacanora y Sahuaripa, divisé las famosas torres de Santa Rosalía, la parroquia del pueblo. Al fin en Arivechi.

Detuve el auto en el número 23 de la calle Álamo, confirmé la dirección que Florencia me había dado.

Estaba justo frente al destino. La casa pintada de blanco; el gran portón de madera enmarcado por un arco de piedra labrada, lucía en la parte alta un moño luctuoso, ya deshilado por el paso del tiempo.

Hice sonar el aldabón y luego de un par de minutos abrió una anciana de cabello totalmente blanco, vestido negro y la espalda encorvada.

-¡Buena tarde muchacho!, ¿Qué lo trae por aquí?- Respondí el saludo y pregunté si estaba Florencia, dije ser un amigo de Hermosillo y que ella estaría enterada de mi arribo.

-Florencia soy yo para servir a usted y a Dios, pero no lo conozco a usted y soy la única mujer de la casa-. Palidecí y escurrieron por mi frente varias gotas de sudor en esa fría tarde. La señora debió pensar que estaba enfermo y me invitó a pasar, para convidarme agua y tomar asiento. Doña Florencia me indicó un sillón en lo que parecía la estancia.

-Ya vuelvo, está usted en su casa- Todos los muebles de la habitación estaban finamente labrados en madera, así como el marco de la fotografía que presidía el lugar: La foto de bodas en blanco y negro de Doña Florencia. En una esquina, un pequeño altar con velas, pan, aguardiente y otros alimentos. Recordé que era la víspera de todos los santos.

Me acerqué porque me causó curiosidad el hecho de que todavía se conservara esta tradición, que es más del centro del país, en algunas casas de Sonora. En una esquina de la mesa, había un manojo de fotografías que, seguramente, se pondrían en la ofrenda-altar.

En ese momento, ya estaba convencido de que la mujer del funeral y del teléfono, me había tomado el pelo. No tenía más opción que disfrutar del viaje, esperar el día siguiente, tomar fotografías del templo y el kiosco (serían buen material para la demostración de estilos en mi clase de Estética) y, luego, si contaba con tiempo, darme un chapuzón en las aguas termales del lugar.

¡Es ella! Grité sorprendido y asustado al ver, en la primera fotografía, el rostro de Florencia.
-¿Ella, quién?- Dijo con curiosidad al entrar con una jarra de limonada y dos vasos. Le mostré el retrato y apuré la bebida.
-Ella es mi hija mayor, murió hace ocho meses, en semana santa… ¡Ay muchacho! No me diga que conoció a mi Florencia…

Quedó tan atónita e incrédula, como yo lo estaba, al escuchar mi parte de la historia.

Pregunté por Sofía y me mostró otra fotografía del mismo manojo. Ahí estaba, sin el rostro demacrado y sin la tristeza. Sofía era una mujer madura realmente bella, junto al esposo, más corpulento, más alto y con barba más cerrada que yo, no nos parecíamos tanto como supuse, de no ser por la nariz aguileña y el párpado caído. A un costado de ambos, un niño sonriente de unos trece años. La imagen estaba mutilada, faltaba alguien.

-Recorté a mi nieta; Esta foto la uso desde hace nueve años para el altar de muertos. Mi niña, que entonces iba a cumplir sus quince, fue la única que sobrevivió al accidente.

¡No era posible! ¿Había estado con dos mujeres muertas? Se me nubló la vista y creo que me desplomé. No supe como fui a parar a una recámara. Desperté sin noción del tiempo, en ropa interior y en un espacio totalmente desconocido. ¿Estaba en la Comala de Rulfo, en un sueño de opio o enloquecí?

No fue todo, en la recámara, sobre el buró estaba otra fotografía donde me reconocí, rodeado por un grupo de alumnos de hace cuatro o cinco años, cuando usaba el cabello largo atado con una liga, y barba.
¿Qué demonios hacía esta fotografía ahí? ¿Qué sucede, dónde estoy?

Arivechi era el lugar, Doña Florencia se encargó de recordármelo, al entrar con una taza de té.
- Esto lo reanimará joven. Lo espero en el comedor, mi nieta llegó de Hermosillo también, allá trabaja. Es costumbre de las dos, llevar flores a nuestros muertos cada dos de noviembre. Acompáñenos a cenar y, mañana, al cementerio.

Le pedí la explicación acerca de la fotografía del buró.

-Mire joven, ésta es mi nieta Sofía, se llama como su mamá, está con sus compañeros de generación y el greñudo ese, uno de los profesores.

Le sonreí y prometí estar con ellas en diez minutos.

Arivechi, “Lugar de la calavera”, según el significado de la palabra, lugar donde se cuentan leyendas de todo tipo: El niño del kiosco, los amantes ahogados, la niña de la casa abandonada, la beata del templo, mis dos muertas… Arivechi, donde cualquier cosa puede pasar.

Reconocí entre los chicos, el rostro de Sofía, mi estudiante más destacada, más triste y más bella.

Estaba tentado a reconocer en todo esto una voluntad divina, un destino marcado para mí, del cual, mi abuela y las visiones fantasmales habían sido artífices o, al menos, vehículos.

Pensé en la manera de explicar a Sofía esto que no tenía explicación para mí. Ahora sería una hermosa mujer de veinticuatro años.

Me sumergí en la almohada y en un profundo sueño. No podía mover un solo músculo, de modo que, involuntariamente desairé la invitación a cenar.

En mi sueño realicé el deseo reprimido de besar el rostro del que hoy sabía la razón de su tristeza, me vi correspondido plenamente, al grado de abandonar la sagrada soltería; hasta me viví frente al retrato de mi abuela, en la casa de Guaymas, presentándole a mi esposa Sofía y a mis dos hijos, añadiendo que sólo me faltaba dejar de fumar.

El idílico sueño se interrumpió a causa de una intensa luz que inundó todo el espacio, nada se podía ver de tan brillante y potente. Parpadeé y allá, en el fondo de ese túnel de luz, vislumbré el retrato de mi nana, quien me decía, con exagerada emoción y lágrimas: “¡Hijito! ¡Volviste!” y gritó para que todos se acercaran a verme. La situación me provocó una sonrisa, pues la fantasía onírica me recordó la escena de “Vuelven los García”, donde la abuela, después de muerta, regaña a los nietos desde su propio retrato.

Así tal como te lo cuento, me lo dijo. Y así sucedió al momento que abrí la ventana del cuarto del hospital: ¡Mi nieto salió del coma ese día de muertos!
Ya hacían ocho meses desde su accidente. Todo por no quedarse a misa con su mamá. El turista borracho que lo embistió, murió al instante. En su mente yo había muerto, cuando era él quien se acercó a la muerte.

Bueno, gracias por el café comadrita, voy a esperar a Sofía, la enfermera que contratamos para cuidar a Juliancito. ¿La recuerdas? Nos hicimos grandes amigas. En esos meses fue como otra madre al cuidado de él. Pasaba todas las noches contándole a mi nieto su vida y obra, le leía libros y hasta le narraba las historias de su pueblo…

La terca insistía en que Juliancito sí escuchaba y sí entendía. Hoy la invité a cenar.

-¡Ándale, verás, sencilla! Me cambias por otra.-

No comadrita, lo que pasa, es que Juliancito vino a visitarme también, y es plan con maña. Tú la conociste y no negarás que es una buena muchacha, y muy guapa. Mi nieto ya casi está recuperado, de nuevo da clases en la universidad y no le haría mal sentar cabeza… y dejar de fumar.

Por cierto comadre, déjame abrazarte, también debo agradecerte por los días en que nos ayudaste a cuidarlo, gracias Florencia.